Nueva Orleans, sólo importa la música
>>La mañana de domingo es luminosa a la entrada de la iglesia de St. Augustine, de Nueva Orleans. Todos sonríen, todos se abrazan. Los colores de las bandas, naranjas, negros, rosas, bailan sus reflejos en los metales, aún fríos. Algún soplido de calentamiento, algún redoble despistado, una carcajada que sigue al sonido de una botella al abrirse. Y, sin señal aparente, sin cuenta atrás ni aviso previo, la primera banda –todas mujeres- comienza a tocar y decide abrir el desfile girando por Gov. Nicholls hacia el French Quarter.<<
A la hora a la que me dejó el taxi, St. Anne era una calle oscura, tétrica e inquietantemente silenciosa. Las farolas más parecían velas, y las aceras destrozadas hacían juego con las ventanas y puertas tapiadas. Y al fondo, brillante como ha de ser la puerta del Reino de los Cielos, el arco incandescente hecho de miles de bombillas que da acceso al parque Louis Armstrong. Guardo aquella primera imagen de Nueva Orleans como una gran metáfora. La ciudad en la que nada importa, salvo la música.
>>Delante van los portaestandartes. Tras ellos, cuatro mujeres afroamericanas bailan empapadas en sudor con movimientos más afro que americanos. Detrás viene la banda, incansable bajo el sol, caras hinchadas y ojos inyectados. Por turnos, instrumento y músico descansan mientras el resto sigue tocando. Atacan los temas sin hacer caso a la fatiga. Rampart St. arde bajo el sol. A la izquierda, el French Quarter con sus balcones forjados y su esplendor venerable. Más allá, el Mississippi. A la derecha, las casas viejas y destartaladas de Tremé. Más allá, más Tremé.<<
Me muevo en un universo hecho de referencias musicales. Cada calle tiene su canción. Cada bar tiene su verso. Me cuesta darme cuenta de que es al revés. Que aunque todo me recuerde a la música, en realidad es la música la que lo recuerda todo. Y que seguramente no haya mejor guía para visitar la ciudad que cualquier disco de Professor Longhair.
>>Basin Street is the street… al húmedo calor del mediodía, bares improvisados en las traseras de las pickups hacen su agosto en octubre con cerveza fría y manguerazos de agua. Una parada y un solo de percusión sirven de descanso antes de que, con un sonido roto y sostenido, los vientos de todas las bandas anuncien a un tiempo que se reanuda la marcha.<<
Tipitina’s, d.b.a, Rock & Bowl, Blue Nile, Little Gem Saloon, Snug Harbor, Mapple Leaf Bar, Mimmy’s… la oferta es salvajemente inasumible. Las noches son varias Abita Amber a la carrera, de barra en concierto y de concierto en barra. Entre medias del ajetreo, el ambiente de barrio cuando Kermit Ruffins toca en el Bullet’s Sports Bar. Y el sabor europeo, tan revalorizado al vivirlo allí, de la pared y la cristalera del Spotted Cat. Y, sobre todo, la terrible certeza de que algún día tendré que volver a cada uno de ellos.
>>En la interestatal 10 los coches vuelan entre rugidos, ajenos al mundo que fluye bajo ellos. La autopista elevada hunde sus pilares en North Claiborne, dando sombra a la tierra de los indios y los desfiles. Sin hacer caso de los motores que aúllan por encima, cientos de almas extasiadas agotan cientos de cuerpos sudorosos en cientos de bailes imposibles.<<
Grandpa Elliot estira su sempiterno café mientras habla con una pareja de turistas. Nunca le escuché cantar. Su prolongado vivir de las rentas contrasta con la vitalidad del resto de músicos callejeros. En Frenchmen St. cada noche veo brass bands de adolescentes que sonrojarían a músicos de toda clase y condición. Y, extinta Bourbon, Royal St. bulle de artistas, instrumentos y estilos en una celebración continua de la diversidad y el buen gusto. Un gigante barbudo toca la guitarra en el portal 221, agradeciendo gentilmente cada dólar, quién sabe si ajeno a un talento que alcanzaría para un Springsteen o un Steve Earle. Curiosamente dos manzanas más allá un imberbe recién llegado destroza –eso sí, con pasión- Copperhead Road. Pero toca en la esquina de Conti. No se atreve a poner el pie en Royal, sabe que aún le queda mucha Nueva Orleans para eso.
>>Bajando St. Bernard la energía se acaba a la vez que la cerveza y los niños, fuerza incansable del futuro, hacen del final del desfile su territorio. Cuando la última banda llega de vuelta a St. Augustine la masa lúbrica de cuerpos que se desliza entre sudor y trombones ocupa varias manzanas. Una mujer en éxtasis teresiano baila entre espasmos, tumbada en el suelo, mientras el último trompetista con fuerzas intenta arrancar a mordiscos las últimas notas a una trompeta más cansada que él. El último destornillador golpea el último platillo, y un brevísimo silencio de descanso se deja oír antes de que todo el mundo estalle en palmas, más para sí mismos que para los músicos. Diez minutos después la calle se vacía. Se llenan los bares de Nueva Orleans.<<
POR JUBÓN
Rayonna
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